Una Ola.


Voy a hablar de una Ola. Recuerdo cómo, hace unos años, una persona ajena al mundo del surf me comentaba que le parecía curioso que dijera “esa ola”, “una ola”, “la ola”, como si fuera una sóla… -“pero… ¿no son muchas las olas?”- me decía. Intentándole explicar, acabé contándole estas letras que escribo ahora, sobre un día junto a una Ola muy especial para mí, y para los amigos que la compartimos cuando viene a visitarnos…

Son las 6:30, y abro los ojos antes de que suene el despertador, antes de que comience a colorearse el mundo con el sol que se avecina. Subo las persianas, abro la ventana, y escucho y huelo el mar. El mar Mediterráneo. Este mar huele distinto al Atlántico, huele a Posidonia. Y suena distinto, como me dijo una vez una amiga del Norte, sorprendida por el constante bramido nocturno de estas costas… Aún a oscuras, puedo distinguir las ondulaciones avanzando en blanco y negro, y pienso en aquella Ola que me espera. Hoy va a ser un buen día.
Mientras hago crujir los crispis, comienza a dibujarse el horizonte. Tengo que darme prisa, quiero ver salir el sol desde el agua. Aquí, en el sureste de la Península, se puede ver el amanecer y el atardecer sobre el mar. Desde esa misma Ola. Este es mi sitio, donde me siento más seguro, donde añoro venir a refugiarme cuando estoy lejos. Donde no tengo que competir por hacerme un hueco en el agua: aquí aún puedo surfear sólo…

Recorro la costa con la luz del alba a mi izquierda, tomo un desvío y me pierdo entre curvas de tierra… Llego a ese punto del camino donde ya se ve el mar golpeando en las dunas, y acelero levantando una polvareda de emoción tras de mí, pero un rebaño de cabras se me cruza impunemente, ellas no tienen prisa… Supongo que la naturaleza me invita a tomármelo con calma, a disfrutar del paisaje. Así que le hago caso. Bajo las ventanas y aspiro el frescor del amanecer, huelen las aromáticas de esta tierra de cartón tan agradecida, con un poco de lluvia ya se viste de verde. Se desperezan las palmeras que crecen salvajes, los escorpiones vuelven bajo sus piedras, una perdiz dando saltitos por aquí, una liebre correteando por allá, el día despierta, lo tengo todo por delante, las cabras acaban de dejarme libre el paso, y me espera esa Ola…
Por fin llego, y me quedo un rato contemplando el espectáculo. Estoy sólo, más adelante llegarán unos pocos amigos. El sol comienza a aparecer sobre esa línea infinita. Qué bien, he llegado a tiempo: con el frío que hace ahora en invierno, pienso que esa bola de fuego flotando a lo lejos quizá haga que el agua hierva y las olas lleguen calentitas. Me viene el aromilla caprino, el viento es de tierra. El mar llega con buen tamaño y buen periodo para ser el Mediterráneo, y la dirección es la correcta. Cuando se dan estas condiciones, al llegar al Cabo las ondulaciones doblan y se recogen a lo largo de toda la costa sureste, y en este punto donde me encuentro, como por arte de magia, se enrolla una izquierda justo delante de las rocas, avanzando por toda la playa, para ir a explotar en el otro extremo, saltando la espuma por los aires, rellenando de agua salada los cráteres de este paisaje lunar. Detrás viene otra ola un poco más grande, y se acerca otra más… Cada una rompiendo en el mismo sitio, sobre el mismo fondo triangular, enmarcado el mar azul con arena dorada salpicada de arbustos silvestres. Así sería pintado en un cuadro. Así es esta ola, una ola, nuestra Ola…

En realidad no nuestra, es una relación de amistad. Como los buenos amigos, sentimos esa alegría cuando después de un tiempo nos volvemos a ver…
Cuando el día acaba y de nuevo el sol calienta el agua, la Ola se va a dormir, el Mediterráneo es así. Toca despedirse, pero confío en que nos volveremos a ver, así que, por si acaso, con el último rayo de sol susurro un “hasta pronto…”

2comentarios

Anonymous Anónimo

Mientras, otros, como muchos otros veranos, seguiremos observando cómo corrientes y arreones puntuales atlánticos moldean ese banco de arena, al que le vas tomando el pulso con una onda por la rodilla, flotando sin invento a medio metro del suelo sobre bandos de lubinas y sargos, mientras por el horizonte se ven pasar aletas de calderones, orcas, peces luna, carabelas portuguesas, dicen que hasta tiburones ballena, con el secreto regocijo de que se acerquen, como aquella mañana mientras estabas desayunando con tu hija, a un par de metros aquel delfín y su cría que se separaron de la manada sacando repetidas veces un ojo fuera del agua.
Lo veremos formarse como a un hijo según el agua coge temperatura, según las mariposas se posan al calor de nuestras espaldas desnudas, con los días un poco más tostadas, según colirrojos, petirrojos, jilgueros, se estrellan contra cristales que extienden con su reflejo el mar tierra adentro, según reímos por las noches los parloteos y las monerías de la pareja de garduñas con su prole, según contamos caracoles, luciérnagas, constelaciones, estrellas.
Y estaremos allí, desnudos, sin neopreno, sin bañador, dependiendo del tamaño incluso sin invento, en la media hora, hora escasa, de esos cuatro puntos de marea, especialmente bajando, en que una marejada cercana, imprevista, lo haga romper transparente, cristalinamente hueco, abriendo durante unos segundos para dejarte envolver, y que después del grito en solitario te dejará durante tiempo interrogándote por qué pasó allí.
Rogarás porque esas conjunciones con tu mejor momento de forma sean breves, matutinas, nocturnas, a la hora de la siesta, para que “locales” o despistados sin guías venidos de lejos, crean en sueños de una noche de verano, locos, etílicos, resacosos, y así poder llenar una sesión más tu piel, tus músculos, tus ojos solos. Después se correrá la voz, funcionarán los móviles, Internet, habrá alguna sesión memorable, breve, de metro y medio o hasta dos metros, en la que estarán los de siempre, los pros del pueblo. También estaré allí, a un lado, disfrutando viéndoles coger la mejor de la serie gorda, en el agua o con una cerveza fría o un cola-cao/café caliente dependiendo de la hora desde arriba, por si el escocés con el paipo, el recio castellano a brazo, o toda la familia del vecino de al lado pasan a formar parte de la decoración del acantilado.
Puede que este año no llegue a formarse. Los temporales invernales se llevaron más arena que otros pasados y la acumularon en una barra gigantesca mar adentro. La calita vecinal pocas veces mostró tanto hueco, tanta roca, refugio como hace años para pulpos, bueyes, nécoras, carnívoros y herbívoros plateados. No importa, en el zurrón ya llevamos unas cuantas sesiones memorables rompiendo hueco de varios tamaños en el pico del medio: la mecánica de fluidos de Mundaka a escala reducida, pura y predecible matemática, como puede atestiguar alguna foto, video, aunque sea de la Guardia Civil (esperemos que para consumo interno) o ese histórico testigo de que se puede surfear Santa Marina en solitario el día que rompió uno de los mejores tubos de 3 metros (estando acostumbrado) un mediodía de verano, con guinda en el Brusco (en agosto hay olas solitarias mar adentro: el trayecto cuesta a músculo hora ida/hora vuelta).
Para los que se lo han ganado o saben latín, aun germanos, suena en solitario Zea Mays durante centenares de metros, abriendo un señor metro, noble y largo, este uno de agosto entre tormenta y tormenta: era la hora de la paella, claro.
Sí, habitualmente surfeamos en solitario: a estas alturas, mal que nos pese en algunas (pocas) ocasiones, no vamos a ir contra (nuestra) natura, ya conocimos su precio y el de la soledad en compañía.

14/8/09  
Blogger Unknown

Confirmado. La revista destrozó la historia. xD

20/8/09  

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